
La ciudad y
sus hombres tenían de sí mismos una imagen consoladora y no estaban dispuestos
a que nadie viniese indiscretamente a cambiarla. Pancho Fierro tuvo que hacer de la ambigüedad
una regla de oficio: insinuar más que decir, estar a la disculpa si fuera
necesario. En definitiva usar de la
disimulación, antiguo recurso que los débiles les oponen a sus vencedores. Para hacerlo, Pancho Fierro no requería de
esfuerzo: el Perú es un país disimulado que siempre ha hecho muecas a espaldas
de sus dominadores, ya sean chavines, waris, incas, españoles, gringos,
criollos o mestizos, convirtiendo cada cortesía aparente en un insulto.
Esta idea
nuestra es, por ahora, menos una interpretación que una hipótesis acerca de
Pancho Fierro. Poco sabemos de su propia
vida: aprendizaje inicial, amigos, clientela, familiares. Convenimos en que aún faltan estudios que
relacionen esa escasa biografía con el mundo estético que produjo y que evidencien
la actuación de los factores externos.
Son muy
escasas las fuentes bibliográficas acerca de Pancho Fierro y su pintura. Durante todo el siglo XIX no mereció otra
cita que algunas muy tardías del tradicionista Ricardo Palma y el recuerdo
acaso de Acisclo Villarán e Ismael Portal.
La reputación literaria le vino más tarde, a principios de este siglo,
con los artículos de Lavalle, Castillo y Angélica Palma (1907, 1918,
1930). Las investigaciones posteriores
de Mercedes Gallaher, Flores Araoz, Porras Barrenechea, etcétera, apenas si han
reducido algo más este absurdo margen de silencio.
Pancho
Fierro, con ser una figura popular y querida, sigue siendo un misterio
biográfico. Hasta hoy, a pesar de todo,
la mayor información sobre él es su propia obra, sus múltiples acuarelas, pero
esta misma obra tiene dificultades en algunos aspectos insolubles. Por lo pronto carece de fechas y hasta el
momento no ha sido posible establecer una cronología absoluta. Lo que sugirió Palma, para algunas acuarelas,
resulta al parecer del todo arbitraria.
Son en cambio más de confiar las inferencias que podrían obtenerse de
las fechas en que compraron sus ejemplares Angrand, y Dammert, por
ejemplo. En todo caso cabría también, de
modo complementario, una cronología interna y relativa que atendiera a la
evolución artística del propio pintor, aunque es cierto que Pancho Fierro
parece haber definido desde muy temprano su propio estilo, en términos y temas,
sin modificarlo profundamente en los años siguientes.
Por otro lado
esa misma obra pictórica no es fácil de consultar. Toda ella está dispersa en diferentes países
(Francia, Rusia, España, Estados Unidos de Norteamérica, Argentina, Perú), y no
solamente es guardada en museos públicos y bibliotecas sino en algunas colecciones
particulares, extraordinariamente valiosas por cierto, como las de Cisneros
Sánchez, Lavalle, Berckemeyer, Jacobi, etcétera. En estas condiciones toda afirmación sobre
las acuarelas de Pancho Fierro solo puede tener un valor aproximativo. Conviene, en primer lugar, ubicar al hombre y
la obra en su propio tiempo y en su circunstancia. No fue Pancho Fierro, sin duda, el primero ni
el único en escoger los temas costumbristas y emplear la acuarela y otras
técnicas diferentes al óleo reservado para una clientela culta y urbana.
Sin que en
ningún caso podamos hablar de influencias, debemos recordar los nombres de
algunos visitadores extranjeros contemporáneos de Pancho Fierro: Angrand,
Rugendas. No sabemos cuáles fueron las
relaciones entre todos ellos. Está probado
que el viajero francés Léonce Angrand (1837-1847) compró durante su estada en
Lima una considerable cantidad de acuarelas de Pancho Fierro, las cuales las
conserva el Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional de París. Además de ocasional cliente, el viajero
Angrand pudo ser, también, amigo y tal vez consejero.
Pero lo que
interesa, sin descuidar el problema de estas influencias, sería relevar en el
futuro la existencia en el Perú de varias y hasta opuestas tradiciones
artísticas simultáneas, dentro de algunas de las cuales, sabiéndolo o no, operó
el propio Pancho Fierro.
Desde muy
antiguo, por efectos de dominaciones internas y colonizaciones exteriores, dejó
de haber en el Perú una cultura integrada y aparecieron conexas, pero
diferentes y numerosas subculturas clasistas.
Este pluralismo fue anterior a la invasión española de comienzos del
siglo XVI. Desde las primeras sociedades
jerarquizadas (Chavín en adelante) hubo un arte de élite y un arte popular, si
bien la distancia entre ambos fue mínima al comienzo. El arte popular se desarrolló regido por un
principio de economía (material y temática) caracterizándose por la
preservación arcaizante o la simplificación de motivos. Las artesanías funerarias o cotidianas no
podían dedicar el mismo tiempo de trabajo al príncipe mochica, o al sacerdote
chavín, que a sus respectivos campesinos.
Reducida, por consiguiente, su producción a lo estrictamente
elemental. Ocurría entonces un
movimiento circular de préstamos. De un
lado el arte popular quería copiar, en lo que podía, los modelos solicitados
por el grupo privilegiado. De otra parte
la élite hacía suya, selectivamente, algunas de las innovaciones que por ahorro
de tiempo ocurrían en la estética popular.
La
sustitución del modelo escultórico por la predominancia del dibujo en el
barroco mochica del periodo V fue quizás primero de uso popular que
aristocrático. Esa misma anticipación se
observaría también en el caso de la abstracción geométrica de las últimas fases
de la cultura Nasca. Era más fácil
dibujar y abstraer que demorar la mano en realismos plásticos y complicaciones
decorativas.
Ciertas
vasijas nascas B (chanca) o algunos de los clásicos mochicas IV costaban
demasiado caros (en maíz, pescado o músculo) para que los exigiera un hombre
común. La generalización del molde en
vez del modelado cerámico, a partir del Horizonte Medio, solamente redujo
parcialmente estas disparidades estéticas; no hizo más que trasferir la
intención diferencial al campo de las decoraciones finales (cerámica de la
costa sur), o a las artesanías textiles en los territorios norcentrales. Parecidas explicaciones son válidas para
algunas de las llamadas “cerámicas provinciales” waris e incas, tanto más
provinciales, es decir referidas a patrones antiguos, cuanto más populares
resultaban sus consumidores. Solamente
los señores vencidos podían copiar de cerca los ideales artísticos de sus
vencedores. Los hombres de base debían
resignarse a seguir siendo estéticamente más fieles a sí mismos.

Mientras
Pancho Fierro pintaba en Lima, por ejemplo, en Cusco cerca de Velille y
Livitaca, dibujaban “cuadros a la tierra” (temperas sobre cal y paja), que
combinaban las técnicas del mural y los retablos, reproduciendo escenas
costumbristas y religiosas. Pero ambas
artesanías se ignoraban mutuamente.
Este sistema
de contradicciones artísticas y sociales influyó principalmente sorbe los
hombres que, como Pancho Fierro, pertenecían a los sectores populares
urbanos. Nieto de esclavos domésticos y
no de peones rurales, Pancho Fierro no compartía del todo las preferencias
estéticas campesinas, por más que Lima fuese, entonces, una ciudad a medias
metida entre las chacras. Pero tampoco eran suyos los refinamientos coloniales
de sus patronos criollos. Estaba en
medio, pero sin resignarse a ser simplemente una solución de compromiso. Debió, sin embargo, hacer concesiones
inevitables. Dentro de ellas debemos
contar los murales que pintó en algunas casas limeñas. Los temas que allí emplearía no fueron
probablemente los de sus acuarelas sino vulgaridades curiosas, al gusto de
quien las pagaba: falsos neoclásicos, bosques mediterráneos, pastores y
caballeros rubios.
Del mismo
orden, aunque con aire más libre, fueron los trabajos hechos por Pancho Fierro
en las casa-haciendas de la costa, entre Lima y Chiclayo. En Lurifico, por ejemplo, pudo pintar más a
sus anchas porque su propietario, el coronel José Balta, después presidente del
Perú, hacía profesión de criollismo.
Creo que uno de esos murales es el que todavía conserva la hacienda
Chancay: un cuadro heroico del combate del Dos de Mayo, con una carga de azules
impuestos, quizás, por los materiales empleados.
Más que en
los palacios urbanos y rurales, Pancho fierro se acomodó en las tabernas
italianas de Lima. Eran sus dueños
gentes humildes como el propio Pancho Fierro.
Le dieron refugio, fueron sus primeros agentes de venta y le encargaron,
también, algunos frescos para adornar sus bares. La pintura, tan escasamente pagada por los
inmigrantes o por la clientela criolla, no daba para vivir. Tampoco constituía el arte preferido por
Pancho Fierro. Las necesidades
económicas, fuera de sus propias deficiencias técnicas, le imponían un arte
menor, más rápido, menos caro, más accesible y simpático al gusto popular. Las acuarelas costumbristas fueron una
solución. Su precio final (dos o tres
pesos) era relativamente alto para la época, pero de todos modos mucho menos
costoso que un mural. Las acuarelas le
abrían un mercado más seguro y numeroso.
Sin duda que
Pancho Fierro gozó con la creación y representación del mundo cotidiano limeño
que era el suyo, de ahí que nada escapara de sus acuarelas, cualquiera que al
respecto fuera su disconformidad personal.
Ese mismo efecto doble produjo, desde entonces, sus obras, convirtiendo
la experiencia estética en una experiencia paradojal, que lleva a gozar a
través de y con ocasión de aquella misma realidad social que es rechazada. Lima resultó así, desde entonces y gracias a
Pancho Fierro, una ciudad estéticamente disculpada.
me gusto este comentario, y me puede ayudar para realizar un trabajo importante
ResponderEliminarhua
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