domingo, 11 de noviembre de 2012

PANCHO FIERRO Y LA IMAGEN DISCULPADA DE LIMA

Las acuarelas de Pancho Fierro fueron probablemente en su tiempo un arte peligroso.  Pintar de verdad a Lima no era fácil, a mediados del siglo XIX, para un hombre desprovisto de amparo social que, según nos cuenta Cisneros Sánchez, vendía sus dibujos al detalle en las pulperías limeñas.
La ciudad y sus hombres tenían de sí mismos una imagen consoladora y no estaban dispuestos a que nadie viniese indiscretamente a cambiarla.  Pancho Fierro tuvo que hacer de la ambigüedad una regla de oficio: insinuar más que decir, estar a la disculpa si fuera necesario.  En definitiva usar de la disimulación, antiguo recurso que los débiles les oponen a sus vencedores.  Para hacerlo, Pancho Fierro no requería de esfuerzo: el Perú es un país disimulado que siempre ha hecho muecas a espaldas de sus dominadores, ya sean chavines, waris, incas, españoles, gringos, criollos o mestizos, convirtiendo cada cortesía aparente en un insulto.
Esta idea nuestra es, por ahora, menos una interpretación que una hipótesis acerca de Pancho Fierro.  Poco sabemos de su propia vida: aprendizaje inicial, amigos, clientela, familiares.  Convenimos en que aún faltan estudios que relacionen esa escasa biografía con el mundo estético que produjo y que evidencien la actuación de los factores externos.
Son muy escasas las fuentes bibliográficas acerca de Pancho Fierro y su pintura.  Durante todo el siglo XIX no mereció otra cita que algunas muy tardías del tradicionista Ricardo Palma y el recuerdo acaso de Acisclo Villarán e Ismael Portal.  La reputación literaria le vino más tarde, a principios de este siglo, con los artículos de Lavalle, Castillo y Angélica Palma (1907, 1918, 1930).  Las investigaciones posteriores de Mercedes Gallaher, Flores Araoz, Porras Barrenechea, etcétera, apenas si han reducido algo más este absurdo margen de silencio.
Pancho Fierro, con ser una figura popular y querida, sigue siendo un misterio biográfico.  Hasta hoy, a pesar de todo, la mayor información sobre él es su propia obra, sus múltiples acuarelas, pero esta misma obra tiene dificultades en algunos aspectos insolubles.  Por lo pronto carece de fechas y hasta el momento no ha sido posible establecer una cronología absoluta.  Lo que sugirió Palma, para algunas acuarelas, resulta al parecer del todo arbitraria.  Son en cambio más de confiar las inferencias que podrían obtenerse de las fechas en que compraron sus ejemplares Angrand, y Dammert, por ejemplo.  En todo caso cabría también, de modo complementario, una cronología interna y relativa que atendiera a la evolución artística del propio pintor, aunque es cierto que Pancho Fierro parece haber definido desde muy temprano su propio estilo, en términos y temas, sin modificarlo profundamente en los años siguientes.
Por otro lado esa misma obra pictórica no es fácil de consultar.  Toda ella está dispersa en diferentes países (Francia, Rusia, España, Estados Unidos de Norteamérica, Argentina, Perú), y no solamente es guardada en museos públicos y bibliotecas sino en algunas colecciones particulares, extraordinariamente valiosas por cierto, como las de Cisneros Sánchez, Lavalle, Berckemeyer, Jacobi, etcétera.  En estas condiciones toda afirmación sobre las acuarelas de Pancho Fierro solo puede tener un valor aproximativo.  Conviene, en primer lugar, ubicar al hombre y la obra en su propio tiempo y en su circunstancia.  No fue Pancho Fierro, sin duda, el primero ni el único en escoger los temas costumbristas y emplear la acuarela y otras técnicas diferentes al óleo reservado para una clientela culta y urbana.
Sin que en ningún caso podamos hablar de influencias, debemos recordar los nombres de algunos visitadores extranjeros contemporáneos de Pancho Fierro: Angrand, Rugendas.  No sabemos cuáles fueron las relaciones entre todos ellos.  Está probado que el viajero francés Léonce Angrand (1837-1847) compró durante su estada en Lima una considerable cantidad de acuarelas de Pancho Fierro, las cuales las conserva el Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional de París.  Además de ocasional cliente, el viajero Angrand pudo ser, también, amigo y tal vez consejero.
Pero lo que interesa, sin descuidar el problema de estas influencias, sería relevar en el futuro la existencia en el Perú de varias y hasta opuestas tradiciones artísticas simultáneas, dentro de algunas de las cuales, sabiéndolo o no, operó el propio Pancho Fierro.
Desde muy antiguo, por efectos de dominaciones internas y colonizaciones exteriores, dejó de haber en el Perú una cultura integrada y aparecieron conexas, pero diferentes y numerosas subculturas clasistas.  Este pluralismo fue anterior a la invasión española de comienzos del siglo XVI.  Desde las primeras sociedades jerarquizadas (Chavín en adelante) hubo un arte de élite y un arte popular, si bien la distancia entre ambos fue mínima al comienzo.  El arte popular se desarrolló regido por un principio de economía (material y temática) caracterizándose por la preservación arcaizante o la simplificación de motivos.  Las artesanías funerarias o cotidianas no podían dedicar el mismo tiempo de trabajo al príncipe mochica, o al sacerdote chavín, que a sus respectivos campesinos.  Reducida, por consiguiente, su producción a lo estrictamente elemental.  Ocurría entonces un movimiento circular de préstamos.  De un lado el arte popular quería copiar, en lo que podía, los modelos solicitados por el grupo privilegiado.  De otra parte la élite hacía suya, selectivamente, algunas de las innovaciones que por ahorro de tiempo ocurrían en la estética popular.
La sustitución del modelo escultórico por la predominancia del dibujo en el barroco mochica del periodo V fue quizás primero de uso popular que aristocrático.  Esa misma anticipación se observaría también en el caso de la abstracción geométrica de las últimas fases de la cultura Nasca.  Era más fácil dibujar y abstraer que demorar la mano en realismos plásticos y complicaciones decorativas.
Ciertas vasijas nascas B (chanca) o algunos de los clásicos mochicas IV costaban demasiado caros (en maíz, pescado o músculo) para que los exigiera un hombre común.  La generalización del molde en vez del modelado cerámico, a partir del Horizonte Medio, solamente redujo parcialmente estas disparidades estéticas; no hizo más que trasferir la intención diferencial al campo de las decoraciones finales (cerámica de la costa sur), o a las artesanías textiles en los territorios norcentrales.  Parecidas explicaciones son válidas para algunas de las llamadas “cerámicas provinciales” waris e incas, tanto más provinciales, es decir referidas a patrones antiguos, cuanto más populares resultaban sus consumidores.  Solamente los señores vencidos podían copiar de cerca los ideales artísticos de sus vencedores.  Los hombres de base debían resignarse a seguir siendo estéticamente más fieles a sí mismos.
Estas culturas de la pobreza chavín, inca o española, han sido ignoradas hasta hoy por la historia peruana.  Sin desconocer los préstamos y fenómenos de transición, puede asegurarse su persistencia, desde entonces hasta hoy.  Durante todo el siglo XIX y aun en el propio siglo XX se mantuvo la separación entre una estética de la abundancia y las estéticas dependientes ahorrativas. La distancia entre los dos no era otra que un reflejo, síntoma, efecto y causa circular de la estructura global del país fragmentario y dislocado.  De otro lado esa misma incomunicación se hizo extensiva a las diferentes tradiciones artísticas populares.
Mientras Pancho Fierro pintaba en Lima, por ejemplo, en Cusco cerca de Velille y Livitaca, dibujaban “cuadros a la tierra” (temperas sobre cal y paja), que combinaban las técnicas del mural y los retablos, reproduciendo escenas costumbristas y religiosas.  Pero ambas artesanías se ignoraban mutuamente.
Este sistema de contradicciones artísticas y sociales influyó principalmente sorbe los hombres que, como Pancho Fierro, pertenecían a los sectores populares urbanos.  Nieto de esclavos domésticos y no de peones rurales, Pancho Fierro no compartía del todo las preferencias estéticas campesinas, por más que Lima fuese, entonces, una ciudad a medias metida entre las chacras. Pero tampoco eran suyos los refinamientos coloniales de sus patronos criollos.  Estaba en medio, pero sin resignarse a ser simplemente una solución de compromiso.  Debió, sin embargo, hacer concesiones inevitables.  Dentro de ellas debemos contar los murales que pintó en algunas casas limeñas.  Los temas que allí emplearía no fueron probablemente los de sus acuarelas sino vulgaridades curiosas, al gusto de quien las pagaba: falsos neoclásicos, bosques mediterráneos, pastores y caballeros rubios.
Del mismo orden, aunque con aire más libre, fueron los trabajos hechos por Pancho Fierro en las casa-haciendas de la costa, entre Lima y Chiclayo.  En Lurifico, por ejemplo, pudo pintar más a sus anchas porque su propietario, el coronel José Balta, después presidente del Perú, hacía profesión de criollismo.  Creo que uno de esos murales es el que todavía conserva la hacienda Chancay: un cuadro heroico del combate del Dos de Mayo, con una carga de azules impuestos, quizás, por los materiales empleados.

Más que en los palacios urbanos y rurales, Pancho fierro se acomodó en las tabernas italianas de Lima.  Eran sus dueños gentes humildes como el propio Pancho Fierro.  Le dieron refugio, fueron sus primeros agentes de venta y le encargaron, también, algunos frescos para adornar sus bares.  La pintura, tan escasamente pagada por los inmigrantes o por la clientela criolla, no daba para vivir.  Tampoco constituía el arte preferido por Pancho Fierro.  Las necesidades económicas, fuera de sus propias deficiencias técnicas, le imponían un arte menor, más rápido, menos caro, más accesible y simpático al gusto popular.  Las acuarelas costumbristas fueron una solución.  Su precio final (dos o tres pesos) era relativamente alto para la época, pero de todos modos mucho menos costoso que un mural.  Las acuarelas le abrían un mercado más seguro y numeroso.
Sin duda que Pancho Fierro gozó con la creación y representación del mundo cotidiano limeño que era el suyo, de ahí que nada escapara de sus acuarelas, cualquiera que al respecto fuera su disconformidad personal.  Ese mismo efecto doble produjo, desde entonces, sus obras, convirtiendo la experiencia estética en una experiencia paradojal, que lleva a gozar a través de y con ocasión de aquella misma realidad social que es rechazada.  Lima resultó así, desde entonces y gracias a Pancho Fierro, una ciudad estéticamente disculpada.


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